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29/02/2024

…¡O qué sé yo!



Durante la semana santa del 2013 visité Zaragoza, una bonita ciudad para visitar. Vi la Basílica de nuestra señora del Pilar, las procesiones, la ciudad de la justicia, el parque de atracciones… y en un momento entre visita y visita, teníamos un tiempo libre antes de comer, cerca de nosotros vimos una pequeña entrada a un museo, el Museo del Puerto Fluvial de Caesaraugusta, por el nombre me resultaba poco intuitivo imaginar de que se trataba el museo, ¿quizás hubieran barcos?. Iba con mi hija de 7 años, la tolerancia de los niños a los museos es poca por no decir nula, así que me decanté por entrar a preguntar a ver si me decían que había en el museo.


Al entrar no había nadie, tan solo el recepcionista, el extraño diálogo discurrió de la siguiente manera:


Yo: “Buenos días, estoy de visita en la ciudad con mi mujer y mi hija pequeña de siete años, me gustaría saber de que es el museo, no se si mi hija pequeña se aburrirá y no nos dejará verlo.”


Recepcionista (con voz monocorde y cara de fastidio): “¡La de veces que me preguntan que hay en el museo! (Pausa tensa) Tengo en el cajón mi fiambrera con los cubiertos. No se si usar el cuchillo conmigo mismo… ¡o qué sé yo!”.


¡Me quedé atónito! Que palabras más inquietantes y perturbadoras. Estaba deseoso que en algún momento esbozara alguna sonrisa después de sentenciar eso, para dejar entrever que el comentario era en clave de humor negro, pero no, no hubo rastro alguno de ninguna sonrisa. A todo ello, el recepcionista iba a abrir un cajón y mi cabeza aún estaba procesando la extraña respuesta. Como en una fase de negación, estaba dudando de si realmente había oido lo que había oido, ¿sería una broma de mal gusto? me preguntaba yo.  Finalmente, abrió el cajón, metió la mano… y sacó un panfleto. Aún con cara de fastidio me explicó que el museo contenía restos arqueológicos de un antiguo enclave comercial de la época romana junto a la orilla del rio Ebro, bla, bla, bla.


Finalmente, pensé que el comentario del recepcionista se debía a un retorcido sentido del humor, por lo que nos decidimos a entrar, mi mujer, mi hija y yo. Bajamos unas escaleras para acceder a la parte inferior donde habían unos restos de muralla con unos grabados, vitrinas… pero mi cabeza empezó a rumiar el “…¡o qué sé yo!” del recepcionista. Decidí aligerar la visita, mirando de reojo las escaleras que conducían al piso superior donde atendía el recepcionista con su cara de fastidio. ¿Y si baja? ¿y si viene por alguno de nosotros? En esos momentos es cuando aflora el instinto de supervivencia en grupo, por lo que decidí que la mejor opción era refugiarme junto al resto de asistentes que estaban sentados en una sala esperando la proyección de un video. El video iba precedido de la explicación de una guía que había en el museo, pero a mitad de explicación la guía quería mostrarnos unas fotos de no se qué, una fotos que estaban en recepción. Por lo que la guía, mediante un interfono que comunicaba la parte inferior y superior, intento contactar con el recepcionista para que bajara las fotos que necesitaba. ¿Estarían conchabados? Yo no quería que bajara ese tío, me bastaba la explicación sin las fotos. El recepcionista no contestó al interfono, ¿estaría atareado? ¿estaría dándole escarmiento a alguien que hubiera entrado a informarse sobre el contenido del museo?. No podía más, vi el audiovisual y me piré. Ya me imaginaba la sección de sucesos del telediario abierta con el titular “Macabro incidente en el Museo del Puerto Fluvial de Caesaraugusta en Zaragoza”. Me imaginaba a algún periodista preguntando a conocidos del recepcionista uno de ellos contestando: “Era un tipo normal. Algo callado quizás.” otro de ellos revelando “A mi me llegó a confesar que estaba harto que entraran a preguntar de qué era el museo.”


Ni en un museo de cera ni siquiera en el museo de la inquisición de Carcassonne pasaría tanto desasosiego como pasé en ese museo. Desde estas humildes lineas tan solo me queda desear la misma suerte que tuve yo a los visitantes que me sucedieron.















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